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El bolsonarismo contamina los cuarteles de Brasil

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Las presiones del presidente ultraderechista para politizar a las fuerzas armadas abren una crisis inédita con los militares

Noviembre de 2014. Un grupo de aspirantes a oficial del Ejército brasileño se cruza con Jair Bolsonaro en los jardines de la Academia Militar das Agulhas Negras. Empiezan a corear: “Líder, líder, líder…”. Él saluda agradecido e improvisa unas palabras ante esas decenas de jóvenes con uniforme de gala y gorra de plato.

— ”Tenemos que cambiar este Brasil. Algunos morirán en el camino, pero en 2018 estoy dispuesto, si Dios quiere, ¡a intentar llevar este país a la derecha! (…) Brasil es una maravilla, tenemos de todo. ¡Lo que faltan son políticos!

Los militares aplauden con entusiasmo, como muestra el vídeo colgado en YouTube por uno de los hijos del actual presidente.

Cuando Bolsonaro habló a los cadetes arrancaba el cuarto mandato del izquierdista Partido de los Trabajadores. En la presidencia, Dilma Rousseff, que entró en la historia como la primera presidenta. Pero también era una guerrillera que fue torturada durante la dictadura e impulsora de la Comisión de la Verdad. Afloraba la corrupción del PT. La operación Lava Jato acababa de nacer.

Ese momento -las palabras, el público, el escenario— ayuda a entender la crisis que estalló por sorpresa esta semana entre el presidente más afín a los militares desde que Brasil recuperó la democracia, en 1985, y la cúpula de las Fuerzas Armadas. En pocas ocasiones se ve al ultraderechista más a gusto que en un cuartel rodeado de uniformados, pero el martes destituyó sin contemplaciones al ministro de Defensa. En un efecto dominó, al día siguiente los jefes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea renunciaron al unísono.

Otra clave es la advertencia lanzada por uno de los dimisionarios, el general Edson Leal Pujol, comandante en jefe del Ejército, hace cuatro meses: “No queremos ser parte de la política del Gobierno ni del Congreso y mucho menos, que la política entre en nuestros cuarteles”. La crisis abierta, inédita, disparó las búsquedas en Google de Brasil de “qué es un golpe de Estado”.

Bolsonaro, retirado del Ejército como capitán hace 33 años, “avanza cada vez más en su proyecto de convertir a las fuerzas armadas en instrumento de Gobierno. Los primeros pasos los dio en 2014, cuando visitó la academia militar para empezar su precampaña”, explica el profesor Eduardo Heleno, de la Universidad Federal Fluminense, (sin parentesco con el ministro-general de idéntico apellido). La aparatosa crisis de esta semana es consecuencia de “la politización de los militares, un fenómeno que impulsa Bolsonaro, y la militarización de la política, que no empezó con él”, añade este especialista del Instituto de Estudios Estratégicos.

Diputado mediocre, en 2014 Bolsonaro era un defensor de la dictadura famoso por sus exabruptos misóginos y homófobos. Regresaba a la academia ubicada entre Río de Janeiro y São Paulo donde se formó. Durante años tuvo prohibido pisar los cuarteles por indisciplinado. Abandonó el Ejército tras ser absuelto en un tribunal militar de instigar a la soldadesca a la protesta, pero salió sin honra. El dictador Ernesto Geisel llegó a decir de él en 1993: “Es un caso completamente fuera de lo normal, incluso un mal militar”, según recuerda Heleno en el libro colectivo Los militares y la crisis brasileña.

Pensar que lograría llegar a presidente era cosa de locos. Un delirio. Pero supo leer la coyuntura, también en los cuarteles, donde hizo campaña electoral. El Bolsonaro candidato germinó en medio de una ola gigantesca de desencanto con la política, agitada por el discurso contra la corrupción y el resurgimiento del odio al PT. Capitalizó el hartazgo con los partidos, con la política tradicional. Como por arte de magia, logró venderse como candidato antisistema pese a llevar media vida de uniforme verde oliva y otra media en política reclamando mejoras salariales para la tropa.

Las Fuerzas Armadas que ahora afirman guardar con celo el papel que la Constitución les otorga presionaron sin pudor al Tribunal Supremo con un tuit durante la campaña electoral de 2018. Era una trabajada frase que fue lanzada la víspera de que los jueces decidieran si descalificaban a Lula da Silva o no. “Le aseguro a la Nación que el Ejército Brasileño cree que comparte el deseo de todos los ciudadanos de repudiar la impunidad y respetar la Constitución, la paz social y la Democracia, así como vigilar sus misiones institucionales”, tuiteó entonces el comandante en jefe del Ejército, el general Eduardo Villas Boas. El resultado es conocido. El Supremo inhabilitó a Lula, que fue a la cárcel. Y Bolsonaro se disparó en las encuestas.

Varios compañeros de la academia militar que alcanzaron el generalato le acompañaron en la carrera a la Presidencia. Formados todos en la Guerra Fría, cuando el gran enemigo era el comunismo. Ya en el poder, nombró a uno vicepresidente y a varios más, ministros.

Juntos empezaron a reclutar militares para el Gobierno, cientos y cientos que repartieron por todo tipo de organismos. Ahora mismo presiden 15 empresas estatales (incluida la petrolera Petrobras), y dirigen otras 92. Unos 3.000 militares en activo y otros tantos en la reserva ostentan cargos gubernamentales, según las cuentas de Heleno.

Otros generales, algunos en activo, entraron al Gabinete en el ajetreado baile de carteras de este Gobierno. Veinticuatro relevos lleva Bolsonaro. Y con Brasil azotado por el coronavirus, nombró a un general ministro de Salud tras echar a los dos anteriores, médicos, por no plegarse a su trivialización de la pandemia, su rechazo a la mascarilla y su promoción de curas inútiles. “El Gobierno colocó a un alto mando en activo al frente de la política pública en medio de la mayor crisis sanitaria de los últimos tiempos simplemente para tener a alguien que no les criticase”, dice el profesor de Estudios Estratégicos.

El elegido fue el general Eduardo Pazuello, que confesó inmediatamente que él de sanidad no sabía nada. Supuesto experto en logística, no logró evitar decenas de muertes en hospitales de Manaos, la principal ciudad de Amazonia, por falta de oxígeno ni comprar vacunas suficientes. Durante sus meses como ministro de Salud dijo abiertamente que él estaba allí para cumplir órdenes, no para cuestionar nada.

El fracaso en la guerra contra el virus, como le gusta llamarla a Bolsonaro, se traduce en 325.000 muertos, 13 millones de contagios y Brasil convertido en epicentro de la pandemia e incubadora de cepas que amenazan al resto del mundo. El mandatario echó al general y fichó a un tercer médico, pero la reputación de las Fuerzas Armadas se deteriora. Tampoco salió bien el despliegue de soldados en Amazonia para combatir incendios y delitos porque, además de salir caro, la deforestación sigue aumentando.

Lo que colmó la paciencia de los jefes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea son las presiones de Bolsonaro para que las Fuerzas Armadas se pongan de su lado, y contra otras autoridades en la batalla contra el coronavirus. Con su renuncia en bloque, pretendían dar la voz de alarma e intentar preservar la independencia de la institución. Pero Bolsonaro es tenaz: “Mi ejército brasileño no va a salir a la calle contra el pueblo a hacer cumplir los decretos de gobernadores y alcaldes. Mientras yo sea presidente no lo hará”, proclamó este jueves en su charla semanal por Facebook.

A diferencia del jefe del Estado, el Ejército se tomó la pandemia muy en serio desde el minuto uno. Y la ha gestionado infinitamente mejor a tenor de los datos que ofrece. Siguiendo las recomendaciones de la OMS, los militares tienen una tasa de mortalidad del 0,3% frente al 2,5% de los civiles. Uno de los miembros del trío elegido por Bolsonaro el miércoles pasado para sustituir a los dimisionarios es el general que implementó la exitosa estrategia en los cuarteles. La política brasileña es siempre una caja de sorpresas.

Concluida la tumultuosa semana, Bolsonaro ya tiene un nuevo ministro de Defensa más alineado con su estilo, Walter Braga Netto. El presidente es muy popular entre los soldados y sobre todo entre los policías militares.

La incógnita es cómo evolucionará la relación presidente-militares-Fuerzas Armadas durante los 18 meses que restan hasta las presidenciales. “Si los nuevos comandantes de las Fuerzas Armadas realmente quieren disminuir la politización, tendrán que hacer algo, alentar a los militares en activo que ocupan cargos en el Gobierno a regresar a sus unidades”, dice Heleno. Pero se muestra pesimista: “No hay el menor indicio de que lo vayan a hacer”.

EL PAÍS

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