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Segunda ola rosada: ¿una nueva etapa?

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La elección de Gabriel Boric en Chile en diciembre de 2021, además de lo que ocurra en las elecciones de Colombia y Brasil en 2022, podría confirmar el surgimiento de una nueva “ola rosada” en América Latina. Esta ola, sin embargo, debe ser entendida como un nuevo momento y no como una segunda mitad de la primera —el ciclo de Gobiernos de izquierda en la región durante la década de 2000 y la primera mitad de 2010. O peor aún, como la continuación de algo que ni siquiera habría llegado a su fin, que solo se habría bloqueado momentáneamente—.

¿Ola rosada 2.0 o más de lo mismo?

Esta posible segunda ola rosada se debatirá entre lo nuevo y lo viejo: lo nuevo que está naciendo, lo viejo que se niega a morir. Se presentará en un contexto de larga transición y hacia un momento histórico diferente del que tuvimos en el cambio del siglo XX al XXI.

En un contexto de crisis orgánica y de varias transiciones superpuestas, proyectar una ola rosada que retome la anterior sin mayor autocrítica y adaptaciones conducirá a resultados inferiores en comparación con la primera, y a una supervivencia más corta. Sería proponer más de lo mismo, en un contexto peor y desde sociedades que se han transformado considerablemente.

Algunos elementos nuevos podrían ser protagonistas en este segundo ciclo. Los nacionalismos exclusivistas podrían sortearse en parte con la reanudación de la integración regional y la activación de las identidades regionales. Se podrían refundar instituciones de integración inactivas y buscar estrategias conjuntas para abordar cuestiones decisivas como la crisis climática, la superación definitiva de la pandemia, la circulación de personas y el fomento de la ciudadanía regional, la ampliación de derechos, la lucha contra el extractivismo y la reducción de la dependencia epistémica y tecnológica.

El estatismo exclusivista también podría sortearse considerando al Estado como un núcleo articulador de cuestiones complejas, y un eje de alianzas efectivas entre fuerzas políticas y movimientos sociales. Esta condensación de demandas a través del Estado puede convertirse en una estrategia para producir hegemonía y sintetizar demandas fragmentadas, debido  a múltiples formas de opresión. El Estado también es importante para proyectar las inversiones en ciencia, tecnología, innovación y educación.

Sin embargo, es necesario apostar por versiones radicales de democratización, cogobierno y reparto del poder, pero implicando al Estado en nuevas articulaciones con los sujetos colectivos.

¿Modernos versus pachamámicos?

Se puede pensar en la superación de las síntesis del dilema traducido como “modérnicos” versus “pachamámicos”, que parece cruzar a las izquierdas regionales. Este dilema se tradujo en la división entre correístas (Andrés Arauz) e indigenistas (Yaku Pérez) en las elecciones de Ecuador de 2021, que llevaron a la derrota de las izquierdas y a la elección de Guillermo Lasso.

A pesar de expresar una dicotomía simplificadora, el ejemplo ecuatoriano, asociado a los debates  en el seno de la intelectualidad crítica, hace suponer que esa tensión entre proyectos neodesarrollistas (o neoextractivistas) y ambientalistas-indigenistas existe en

algún nivel.

Pero esta contradicción no debe entenderse como insuperable. Es posible tender puentes para permitir diálogos y síntesis. Por un lado, ya no es posible mantenerse dentro de los límites del desarrollo económico occidental clásico, que está llevando a la humanidad a un callejón sin salida. Es posible pensar en desarrollos alternativos y evitar la reedición —hasta la extenuación— de estrategias que agotan la naturaleza.

Sin embargo, estas alternativas no pueden prescindir de un horizonte poscapitalista ni abandonar la lucha de clases como elemento fundamental, o ignorar el papel indispensable del Estado como inductor y organizador de proyectos transformadores.

Más de lo mismo y el factor Boric

En este sentido, el proceso de refundación chileno tendría algo que aportar, añadiendo nuevos elementos y perspectivas sobre temas como el desarrollo, la ecología, la crisis climática, las concepciones de progreso, los derechos indígenas, reproductivos y de los inmigrantes, y el feminismo, etc.

El gobierno Boric se diferenciará probablemente de otras experiencias regionales, que, en gran medida, son reediciones del ciclo progresista en versión rebajada. Gobiernos como los de Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina, y el posible regreso de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil apuntan a intentos de retomar proyectos que ya han sido llevados al límite de sus posibilidades de cambio sin ruptura y perdiendo capacidad movilizadora.

Otros gobiernos, como los de Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, el primero superviviente de la primera ola rosada, el segundo procedente de una etapa rupturista anterior y reencarnado en la ola rosada, se presentan como degeneraciones autoritarias de sí mismos.

En el caso de Brasil, la esperanza de un retorno de Lula no se traduce en expectativas de transformaciones estructurales, sino simplemente en bloquear el autoritarismo, la violencia y el desmantelamiento social del gobierno de extrema derecha de Jair Bolsonaro.

Por lo tanto, bajaron las expectativas en relación con los primeros gobiernos de Lula, que nunca propusieron transformaciones estructurales. Si antes se podía esperar reformas e inversión social, ahora la expectativa es que se celebren elecciones, que sean limpias, que Lula tome posesión, consiga gobernar y complete su mandato.

Grandes expectativas

De Boric podemos esperar más. Su gobierno debería inaugurar una nueva etapa, que se consolidaría con el entierro de la Constitución de Pinochet de 1980. Tendrá que gobernar mediante el diálogo con los movimientos sociales, las minorías, la juventud, el feminismo.  Reconocer las luchas del pueblo indígena mapuche en el sur del país, tratar humanamente el tema de los inmigrantes irregulares, buscar memoria y justicia por los crímenes de la dictadura militar y la represión del estallido social.

Se trata de un proyecto inclusivo, con la ampliación de los derechos de las minorías y la ampliación del acceso a la sanidad, la educación y el bienestar. Un proyecto que podría empezar a romper con el liberalismo como “forma de vida”, establecido hegemónicamente en la región, más allá de la presencia o ausencia de “progresistas” en el poder. Chile es ejemplar en este sentido. La sociabilidad neoliberal autoritaria ha atravesado los distintos niveles de la vida social, siguiendo su desarrollo que empezó en el pinochetismo, incluso con la democratización formal y durante los Gobiernos de la Concertación.

Pero lo decisivo es que el nuevo Gobierno es la traducción institucional de una revuelta popular, complementa el proceso constituyente de refundación en curso y apoyará la regulación e institucionalización de los cambios que se inscribirán en la nueva Carta. También representa a una nueva generación que está surgiendo. La generación de “1968”, compuesta por los jóvenes cuadros del gobierno de Salvador Allende, que no eran tan jóvenes durante la transición pactada y los Gobiernos de la Concertación, se va. Entran en escena los chicos de la “revolución pingüina” de 2006 y las revueltas estudiantiles de 2011 y 2012.

El gobierno de Boric puede entonces presentarse como una novedad en medio de reanudaciones a la baja en contextos deteriorados de proyectos de hace dos décadas. No es una alternativa al capitalismo. Pero implica grandes expectativas.

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